Cientos de animales, insectos nadando en ese “charquito de mierda”.
Sí, el charco al que podría hacer desaparecer tan sólo apoyándole el trapo de piso. Pero no lo hará.
Por lo menos por ahora le atrae más el color del verdín, esa suerte de esmeralda viscosa, la más hermosa de las porquerías de una zanja.
Hay unos seres graciosos, blancos y en forma de ve corta que nadan gracias a terribles impulsos
dados por contracciones de todo su cuerpo.
-¿Pero los va a matar o no ?.
No sabe y no le interesa el planteo. Puede hacerlo si quiere : la infalible absorción del trapo, los pies
con sus zapatillas, cascotes, o tal vez se vaya a jugar repentinamente a la otra cuadra.
Una voz adulta grita su nombre desde la casa. Ahora hay que entrar. Está en cuclillas, con sus
manitos en las rodillas y respirando lentamente. Mira a su madre, cuya figura se recorta allá a lo lejos, diminuta, imponente. El tiempo se terminó.
Se para y corre a su casa.
En el charco todo sigue igual. No hubo mientras estaba el niño, ni hay ahora más tensión que la
generada por la necesidad de mantenerse con vida.
Hay insectitos raros e inútiles que a la ciencia misma no le interesan. Y ni que hablar al niño, quien
luego de rogarle a su madre, vuelve con sus cinco minutos de prórroga y arroja el trapo de piso.
Gracias a Dios, que nuestro dios no es ese niño.
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