Era demasiado tarde para ser lunes. El reloj de la Torre me lo recordaba en silencio, disfrutando la jerarquía que le otorgaba tener semejante tamaño de hora. Traté de no mirar las agujas para no alimentar mi mal humor. Eran más de las doce.
Entré a Retiro y caminé directo al andén cinco. La bocina del tren que acababa de irse, todavía jugueteaba entre los hierros más altos de la Estación. La correa de mi carterita torturaba mi hombro izquierdo, pero lo hacía cada día desde las ocho de la mañana, hacía unos dieciocho años y formaba parte ya de mi colección de dolores crónicos, junto con el de mi rodilla izquierda y la caries alojada en una muela, en lo más inalcanzable de mi boca.
En el andén cuatro había un hombre, solo. Me quedé unos segundos observándolo. Su tren acababa de írsele. Me llamó la atención su serenidad. No estaba quejándose, ni resoplando con una mano en la frente. Permanecía en su lugar, estático. Su hombro izquierdo estaba marcadamente vencido, pero su aspecto no era el de un cartero. Vestía un traje impecable, llevaba un maletín diminuto, y de su antebrazo derecho vacilaba un paraguas rojo.
Me acerqué a él un poco más. El hombre miraba las vías. Inmediatamente lo conocí. Era Santiago mi primer jefe en la Oficina Central de Correos. Reí exageradamente, más por sorpresa que por alegría (todavía le guardaba rencor). Santiago seguía muy serio. Yo sentí vergüenza y borré la sonrisa de mi rostro. Mi carcajada siguió haciendo de las suyas, humillándome desde los techos. Santiago (todavía dudo que me haya reconocido en ese momento), tomó mi mano, y se largó a hablar sin variar el tono de su voz, sin parpadear una sola vez :
-Perdí a Malena cuando tenía veintiséis años, en el cuarenta y cinco. Ya estaba todo listo...yo había hecho la casa. Acá, en Argentina. Ella esperaba en Italia, con su familia. Nos habíamos casado un mes antes de que yo me viniera para acá...
Parpadeó.
-“Fue un juego..., -continuó-, nada más, créame. Cuando yo me decidí a venir, ella no quiso despedirme. No nos besamos, ¿sabe ?. Me prometió hacerlo cuando estuviéramos otra vez juntos. Malena tenía diecisiete años. En aquel entonces yo era un idiota. Cuando mi barco zarpó nos dimos la mano con una sonrisa de complicidad. Cada miembro de la familia, de la mía y la de ella, tejió una historia al respecto. Para nosotros era sólo una diversión.
Llegué y conseguí el trabajo en la Oficina Postal...me construí la casa. Su última carta que recibí, decía simplemente : Espero que ahora me pague lo que me debe. Y a la semana siguiente, nuestro segundo aniversario le envié el pasaje. El Barco naufragó el veintidós de Enero.
En ese momento, Santiago miró su mano, que apretaba la mía. La soltó. -Usted es bueno-, me dijo. Nunca en mi vida había visto alguien en ese estado. La expresión de su cara era horrible. Hacía unos treinta años que no lo veía. Yo lo recordaba un ser felíz, y muy religioso, y muy severo.
-Cerré con llave la habitación. La habitación que jamás llegó a ser nuestra. El barco se hundió en alta mar. Ni un solo cuerpo fue recuperado. Creo, que en Italia se hizo un monolito...o algo así. Yo no se. No se qué pasó con lo que queda de mi familia. Menos con la de ella.
El hombre que tenía ahora enfrente era de piedra. Las arrugas de su rostro eran surcos en la piedra. Tenía los ojos muy abiertos y no miraban nada. Tuve la impresión de que su cuerpo entero se derrumbaría en cualquier momento. Arrojé el cigarrillo al suelo y vi sus pies. Sus zapatos parecían formar parte de la loza. Lo imaginé parado allí desde años atrás. Mi tren llegaría en unos minutos. Atiné a balbucear un tímido lo siento. Me di cuenta de que Santiago no me escuchaba. Yo rogaba que mi tren llegara, e imaginaba una y mil formas de despedirme de la manera más suave posible. El tren por fin se asomó silencioso y fue emergiendo de la noche. Creo que Santiago imaginó que estaba por perderme y con un acto desesperado me miró a los ojos por primera vez.
-Aprendí a rezar por ella- confesó, -entré a la iglesia poco tiempo después. Recé cada noche por ella, durante más de diez años. Hice todo tipo de promesas...y de otras cosas que un hombre no debe hacer, para volver a verla.-. En ese momento el tren hizo sonar su bocina y Santiago, temblando dio un paso hacia mi. Yo me asusté.
-¡¿Cómo es posible que un hombre como yo haya tenido acceso a tanto poder ! ?.
Yo le expliqué como pude que no entendía lo que me quería decir. Pero lo felicité por haberse volcado a la Iglesia. Bajó la vista, haciéndome ver que había dicho algo fuera de lugar. El tren se había detenido ya frente a nosotros. Las bombas de aire de las puertas habían chistado como lechuzas.
-No sólo le rogué a Dios-, dijo en el mismo tono de antes.
Hurgué en mi bolsillo, con la intención de ofrecerle dinero. Pensé en darle mi dirección e invitarlo para que me visitara algún día. El viejo giró y continuó contándole todo, al tren.
-Pronuncié las oraciones más horribles del mundo, me convertí en un animal asqueroso. Estaba seguro de que se trataba de un juego, que la magia era un juego antiguo para entretener a gente desesperada como yo.
Hizo una pausa, que yo aproveché para pensar en ofrecerle un taxi. Esa pausa también me dió tiempo para arrepentirme e insultarme.
-Nunca más besé una mujer-, sollozó.
Torpemente lo interrumpí : -Disculpe..., pero.
Sí, definitivamente yo estaba agotado, pero frente a mi había un hombre de setenta y pico de años, contándome una historia de amor. En el momento exacto en que yo lo interrumpí, Santiago cambió su expresión a la de ántes, a la que tenía cuando yo había llegado. Cambió la posición de su cuerpo, se marchitó como una flor en pocos segundos. Las bombas de las puertas del tren suspiraron su cansancio y el monstruo de metal se lanzó otra vez a la noche, deslizándose sobre sus venas de acero, latiendo.
-Vengo del médico. Me dijo que estoy muy enfermo.-, me dijo sin el menor sentimiento de culpa por haberme hecho perder mi tren. -Me bajé del treinta y nueve, ¿sabe ?. Yo me tomo ése. Cuando entré acá, a Retiro, noté algo raro... ¡Yo vivía tranquilo, hacía ocho años que no estaba en cosas raras !. Dejé la iglesia hace rato, la magia, todo éso. Quería que descansara. Una señora con dos bolsas me miraba como enojada. Compré el boleto. Creo que me bajó la presión...Caminaba al andén cuatro...a éste, cuando escuché el asqueroso quejido de ballena oxidada, de monstruo encallado. ¿Cómo podía imaginarme semejante cosa ?. Me tranquilicé, arrojé el boleto y salí. Decidido a volverme en colectivo. Me juré quemar los libros cuando llegara a casa, me preguntaba una y mil veces por qué no lo había hecho ántes, si es que estaba tan arrepentido.
Me miró, directo a los ojos (no recuerdo haber visto ojos como aquellos) y me preguntó realmente angustiado : -¿Usted no tiene, en su pasado, algo terrible, odioso, que quiera borrar para siempre ?.- Yo no llegué a contestarle, él no hablaba conmigo, quizá éso era lo que necesitaba creer. -Antes de dejar la Estación, me di vuelta. Había una cola interminable de gente, que atravesaba todo el hall y se perdía aquí, en el andén número cuatro. Se los veía cansados a todos. La vieja con las bolsas que había visto ántes, había ocupado el último lugar en la hilera, y aun me miraba. Salí. Entonces ví a Malena.
Estaba en cuclillas, de espaldas a mí, acariciando un perro dormido al lado del kiosko de
revistas. Tenía el vestido blanco que había tenido una vez, pero se lo veía gastado, apagado. Su cuello era fino y largo, como había sido. Sus manos eran de viento fresco. Estaba descalza, con los pies todo sucios. El perro dormía y echaba vapor por las narices.
Encendí otro cigarrillo. No tenía dudas, Santiago había enloquecido.
-No pude dar un paso más. Intenté llamarla por su nombre, pero había perdido el habla. Me acerqué
unos pasos a ella, con mucho miedo. Toqué su hombro y Malena se asustó. Sobresaltada y temblorosa retrocedió unos pasos, con los ojos abiertos exageradamente. -Soy yo, perdoname-, le dije. Y rompí en un llanto de niño. Ella tardó, pero me reconoció. O lo simuló. ...No sé si pudo ver, pobrecita, a través de esta máscara de piedra que cubre mi cara... Esbozó una mueca, que yo interpreté sonrisa. Y poco a poco se fue acercando a mí. Me miró de arriba abajo. Ella estaba tan joven... Su piel estaba pálida y se confundía con el vestido. No podía decirle nada. ¡Cuántos años haría que vagaba !. Cuántos años recé. Sus ojos no dejaban de escarbar mi alma. Volví a pedirle perdón, como pude. Tomé sus manos, que colgaban sin peso. La vieja de las bolsas me miraba ahora. Tenía el rostro de quien viaja años a la deriva. Estaba cansada y me miraba con esos ojos, que estaban hechos de la misma arena del tiempo, con las profundidades del océano en las pupilas negras. Malena se tendió hacia mí, en un instante que duró miles de años, y me besó. Sus labios eran de agua tibia. No sé si fueron los míos que entibiaron los de ella...Noté su inmenso esfuerzo y supe que tampoco podía sonreír. Sus labios temblaron y yo supe que no podía llorar. Quise abrazarla por siempre, pero Malena ya se había dado vuelta. Acarició una vez más aquel perro y caminó dentro de la Estación. Allí se unió a los demás en la fila. La mujer de las bolsas, acarició su cabeza con suavidad. Me asomé adentro. Llegué hasta el andén cuatro y allí estaba, gimiendo con dolores de hierro retorcido, el barco. La gente de la hilera iba entrando en él. El barco se balanceaba lentamente, crujiendo. La gente caminaba mirando el suelo. Malena desapareció dentro de la nave. Y partió, rechinando los aceros contra las vías.
Santiago se quedó en silencio. Las bombas de aire del tren siguiente suspiraron. Yo sentí frío y pena por aquel viejo, tan viejo y tan loco. Recuerdo haberle dicho alguna tontería. Recuerdo no haber recibido respuesta alguna. Le dije que lo acompañaría a su casa, pero tampoco me contestó. El guarda sonó su silbato. En casa estarían alarmados. Subí al tren. Las puertas se cerraron frente a mi.
El tren partió, y se deslizó indefenso en manos de la noche. Yo estaba solo en el vagón. Se me ocurrió asomarme una última vez. Acaso para comprobar que nada había cambiado sin mi.
Santiago permanecía allí. Al borde del andén cuatro, con los signos de la tragedia en el rostro. Volví a mirar el vagón, recordé cuando me preguntó acerca de arrepentirme de algo de mi pasado. Su paraguas todavía colgaba indeciso de su antebrazo. Su hombro derecho seguía vencido. El vagón en el que viajaba se llenaría de fantasmas, estaba seguro. Y el viaje sería largo. Me asomé otra vez, aterrado, casi grité para pedirle auxilio.El tren se alejaba. Y la figura de Santiago se fue desdibujando. Poco a poco se transformó en penumbra. Hasta formar parte de la enorme Estación. Como una sombra más, entre los hierros.
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